2025/12/06

La vegetación inesperada (cuando la vida decide por su cuenta)


El calor del día es insoportable.

El aire parece detenido, como si respirara con dificultad.
Miro hacia el fondo y encuentro algo que no estaba: una irrupción verde, desbordada, casi insolente.
Arbustos altos, malezas nuevas, una densidad vegetal que creció sin aviso, como si hubiera aprovechado un instante de descuido para ocupar el terreno.

Ese contraste me obliga a girar la mirada hacia la calle.
El asfalto arde, las casas vecinas parecen fatigadas, las veredas resecas no sostienen ni una sombra.
Nada crece allí.
El verano ha vuelto a la ciudad un paisaje mineral.

Entre ambos escenarios —la invasión silenciosa del fondo y el desierto brillante del frente— aparece una intuición:
la vida no se distribuye según nuestras categorías, sino según su propio modo de persistir.

Mientras el clasicismo diseñaba jardines con geometría estricta,
y el romanticismo buscaba sentido entre ruinas cubiertas de enredaderas,
la materia seguía su curso:
creciendo donde podía, retirándose donde la presión era insoportable, reorganizándose sin pedir permiso.

Lo que ocurre en el fondo no es jardín ni paisaje.
Es una decisión de la vida, un pliegue del mundo que se abre cuando el ambiente se vuelve extremo.
No hay estética, no hay propósito: hay una fuerza que encuentra su lugar, incluso en los rincones menos pensados.

Tal vez sea un eco lejano de los desmontes,
un residuo de la presión térmica,
o la simple consecuencia de una humedad acumulada donde antes no había nada.
Pero ninguna explicación agota la escena.

Lo cierto es que, allí donde el frente ofrece un páramo calcinado,
el fondo ensaya una respuesta vegetal.
Como si la vida operara con una lógica anónima, incesante,
buscando siempre la hendidura mínima para volver a empezar.

En esta escena, el carbono vuelve a escribir su política sin sujeto:
crecer, resistir, ocupar, insistir.
Y desde la ventana, por un instante, se entiende que lo vivo nunca obedeció al diseño humano:
solo siguió su impulso más antiguo,
ese que convierte cualquier resquicio en un territorio posible.

La oleada verde (una variación doméstica de una política sin sujeto)

 


(una variación doméstica de una política sin sujeto)

La temperatura del día es insoportable.
El aire no circula; el sol espesa el tiempo.
Miro hacia el fondo de la casa y descubro algo que no estaba: un avance vegetal repentino, casi agresivo, como si una oleada hubiera tomado posesión del terreno durante la noche.
Arbustos altos, malezas nuevas, brotes que no recuerdo haber visto jamás.
No es crecimiento: es irrupción.

Y, sin saber bien por qué, esa pequeña invasión me deja pensando.
Giro la vista hacia la calle: asfalto ardiente, veredas resecas, casas que parecen fatigadas por el verano.
En ese territorio árido —duro, brillante, exhausto— no crece nada.
El calor no solo se siente: parece impedir que algo pueda comenzar.

El contraste es tan brusco que una idea empieza a insinuarse:
como si, ante la falta de vida en un lado, la vegetación hubiera buscado refugio en el otro.
Como si la naturaleza ensayara, en miniatura, una respuesta al desmonte que ocurre lejos, invisible, pero persistente.
Podría ser una ilusión, lo sé.
Pero las ilusiones también son escenas donde la materia piensa.

Pienso entonces en la ley de vasos comunicantes.
No como explicación, sino como imagen: en los sistemas, la presión no se pierde; se desplaza.
Tal vez lo vivo haga algo parecido: cuando un territorio se seca, otro se vuelve inesperadamente fértil, como si la vida encontrara una hendija para seguir insistiendo.

En una jungla existen mil especies, pero ninguna puede separarse de la jungla misma.
La selva invade no porque quiera expandirse, sino porque no sabe retroceder.
Es el modo en que la vida responde a cualquier interrupción:
avanzando, ocupando, intentando otra vez.

El fondo de mi casa, de pronto, se parece un poco a eso:
un pequeño ensayo de resiliencia,
una repetición doméstica de esa lógica anónima que vimos en la colmena huérfana, en el coral que se blanquea, en las bacterias que mutan para sobrevivir.
La materia no recuerda: persiste.

Quizás no haya ninguna ley detrás de esta oleada verde.
Quizás solo sea la expresión mínima de un principio más antiguo que nosotros:
la vida no negocia su lugar.
Busca un resquicio —una baldosa rota, un fondo húmedo, un hueco en el verano—
y lo convierte en territorio.

Y mientras el asfalto del frente se quiebra bajo el sol,
en el fondo se escucha la otra voz del mundo:
esa insistencia vegetal, humilde y feroz,
que vuelve a empezar incluso cuando nadie la mira.

2025/12/03

El tren de los Lumière y el efecto de realidad


 La imagen técnica nunca es solamente un objeto visual. Es, ante todo, un desafío a la estructura perceptiva del observador. Su poder no reside en la pantalla, sino en la relación —histórica, cultural y pulsional— entre quien mira y aquello que aparece como figura. El llamado “efecto de realidad” no es una propiedad objetiva de la imagen, sino la posibilidad de que cierta forma visible sea reconocida por el cuerpo como acontecimiento del mundo.

La escena fundacional es conocida: en los primeros años del cinematógrafo, cuando los Lumière proyectaron un tren avanzando de frente hacia la cámara, los espectadores se levantaron de sus sillas y corrieron hacia los costados. Esa reacción no es ingenua ni primitiva: revela algo fundamental. En ese momento, la estructura perceptiva de los sujetos no estaba aún diferenciada para leer la imagen en su estatuto representacional. El tren no era “imagen de tren”: era tren. La pantalla no funcionaba como marco, sino como continuidad inmediata del espacio vivido.

Con el tiempo, esa reacción se volvió imposible. Nadie hoy huye de un tren en una sala de cine. ¿Por qué? No porque entendamos racionalmente que “es una película”, sino porque la percepción misma ha sido reeducada. La ontología del ver se transformó: aprendimos —cultural y filogenéticamente— que una imagen bidimensional es representación, que el plano es un recorte, que la ilusión se sostiene en convenciones. Esta alfabetización visual no es un saber explícito: es una modificación profunda de la arquitectura perceptiva.

Aquí aparece el núcleo conceptual:
el efecto de realidad no depende del realismo de la imagen, sino del modo en que el sujeto está preparado para incluirla o no en su mundo.
El tren de los Lumière tenía un efecto de realidad absoluto para sujetos que no contaban aún con las matrices culturales para tratarlo como ficción. La misma escena, hoy, opera como ficción por default. Y sin embargo, en otros contextos —publicidad, erotismo, terror, propaganda— imágenes mucho menos realistas logran perforar el sistema perceptivo y producir efectos corporales intensos.

Lo decisivo no es la imagen, sino la estructura perceptiva entrenada.
Esa estructura no es meramente neuronal: es histórica.
No es meramente cultural: es corporal.
No es meramente simbólica: es orgánica.

Nuestra época está saturada de imágenes técnicas. Desde la infancia, la percepción es adiestrada por fotografías, animaciones, pantallas táctiles, interfaces, videojuegos, redes. Este adiestramiento establece una nueva condición perceptiva: las imágenes ya no se leen sólo como representaciones, sino como un tipo de presencia, un modo particular de inscripción del mundo en el cuerpo. Por eso pueden provocar excitación sexual, angustia, indignación o placer sin mediación alguna: porque la percepción contemporánea está calibrada para darles un estatuto fenomenológico casi inmediato.

El ejemplo del tren corriendo hacia los espectadores muestra la genealogía:
no es la imagen la que cambia, es el observador.
No es la técnica la que produce realidad, es la curvatura perceptiva del sujeto la que decide qué tiene derecho a entrar como real.

En este sentido, el efecto de realidad no es un atributo tecnológico, sino un problema filosófico:
¿qué debe ocurrir en la percepción para que una forma visible sea incorporada como acontecimiento?
¿qué transforma a un conjunto de luces en un hecho del cuerpo?
¿cómo se constituye el umbral entre imagen y experiencia?

Esa es la verdadera cuestión.

El montaje de la realidad

 


Una imagen en una pantalla no es, por sí misma, nada más que luz organizada. Puede pasar inadvertida, puede interesar, o puede atravesar al cuerpo como si fuera un acontecimiento real. Esa diferencia —entre ver y ser afectado— no depende de la pantalla ni del dispositivo, sino del modo en que el sistema perceptivo del sujeto se encuentra estructurado para recibirla.

No existe un “efecto de realidad” natural. Existe, en cambio, una condición más compleja: ciertas formas visibles son capaces de ingresar al viviente, mientras que otras quedan en la superficie, sin tocarlo. Lo que se juega en las pantallas no es la realidad misma, sino esa posibilidad: que una forma adquiera o no la potencia de ser vivida como parte del mundo.

La percepción humana nunca fue un simple registro de estímulos. Desde sus primeros pasos, un niño debe aprender que una imagen es una representación; que un trazo corresponde a un objeto; que una fotografía remite a un rostro. Ese aprendizaje no es sólo individual: es histórico. Hay pueblos que, sin exposición previa a imágenes técnicas, no leen nada en una foto; ven manchas, no escenas. Es que la percepción —aunque anclada en la biología— depende de una cultura visual que debe ser adquirida para poder “ver”.

Nuestra época es el extremo de esa adquisición. Llevamos más de un siglo habituados a imágenes bidimensionales: fotografías, cine, televisión, interfaces digitales. Cada uno de estos dispositivos fue adiestrando nuestra forma de percibir, afinando un tipo de lectura visual que hoy sentimos natural. Las pantallas no producen realidad: producen señales que nuestro sistema perceptivo, ya entrenado, puede convertir en fenómeno real si encuentra en ellas las formas que resuenan con su organización interna.

Por eso no toda imagen afecta. No basta que sea nítida o espectacular. Una forma mínima puede provocar un estremecimiento, voluptuosidad, un miedo profundo; mientras que una escena técnicamente perfecta puede no generar nada. Lo decisivo es la coincidencia entre la imagen y la estructura perceptiva del observador, estructura hecha de memoria sensorial, hábitos culturales, restos de deseo y huellas simbólicas.

La publicidad lo sabe: ha estudiado durante décadas cómo una mera imagen puede activar el cuerpo. El cine lo explota, las redes lo amplifican, los dispositivos lo refinan. Las pantallas funcionan como un campo de entrenamiento perceptivo, donde aprendemos qué ver y cómo sentirlo.

En este marco, el efecto de realidad no es un atributo de la imagen, sino una función del sujeto: un modo en que el cuerpo incorpora ciertas formas como parte de su mundo vivido.

Lo que aparece en la pantalla puede o no adquirir esa potencia. Lo decisivo no es la técnica, sino el umbral que separa una imagen de una experiencia.

2025/12/02

La orgánica del significante

 


La meditación busca el “no-pienso”, pero no lo alcanza:
el significante es cuerpo, como el hierro en las lentejas.

La meditación suele pensarse como un camino hacia el “no-pienso”, como si fuera posible suspender por completo la cadena significante. Pero ese estado es imposible: el significante no es algo que pueda apagarse; está anudado al cuerpo. No se lo desprende sin afectar la trama orgánica que lo sostiene.

Sin embargo, el intento produce efectos reales. La meditación no logra desprender el significante del cuerpo, pero sí genera una redistribución del ruido interno. El cero no se alcanza, pero funciona como un atractor: la pulsión no desaparece, se curva; la cadena significante no se detiene, pero pierde insistencia. El intento de vacío —aunque fracase estructuralmente— actúa como operación directa sobre el campo pulsional.

Algo similar ocurre con el hierro. Para que el organismo lo absorba, debe venir en su forma orgánica: lentejas, hígado, tejidos vivos. El hierro metálico no sirve: no se digiere, no se incorpora.
Con el significante sucede lo mismo. Tendemos a imaginarlo como algo separado —como sonido, palabra, sentido—, pero es material. Es cuerpo transformado en forma simbólica. No existe por fuera de la fisiología que lo produce.

Estamos acostumbrados a disociar al significante del cuerpo. El significante que sale de nuestra boca o entra por nuestros oídos no es una entidad separada. Es como el hierro de las lentejas. Es orgánico. Existe en el cuerpo. 

El sueño, por ejemplo, no es una decisión: es una función biológica que acontece. El insomne sufre porque, en él, algo trabaja contra esa función. Lo mismo en la bulimia o en la anorexia: aparece un empuje que desarma el ritmo natural de la necesidad. Freud nombró ese empuje como pulsión de muerte: la tendencia del viviente a ir más allá de su propio bienestar.

Cuando decimos que el insomne o el anoréxico “se oponen a la fisiología”, no hablamos de una elección. Son sujetos que desearían dejar de sufrir, pero están atrapados en una torsión que no dominan. La fuerza que los lleva más allá de la necesidad no proviene de la voluntad, sino del modo en que está organizado su campo pulsional.

2025/12/01

El presente absoluto: cómo se gobierna un mundo sin futuro

En 1914 Freud escribió que las fantasías del fin del mundo nacen de movimientos extremos de la libido: retraerlo todo hacia el yo o vaciarse completamente en el objeto.

El Weltuntergang era, entonces, una escena imaginaria.

Hoy ese escenario dejó de ser una fantasía:
la catástrofe es productible, administrada a escala global.
Cambio climático, guerras permanentes, extractivismo, algoritmos que gobiernan la percepción: vivimos en un mundo que ensaya su propio final.

El efecto subjetivo es un tiempo sin horizonte.
La pregunta clásica —“¿qué harías si el mundo terminara en una semana?”— perdió sentido.
Ahora vivimos como si el mundo terminara todos los días.

Ese clima produce un inmediatismo pobre: goce frágil, consumo compulsivo, suspensión del futuro.
Pero también produce algo más grave:
lo que Naomi Klein llama el fascismo del fin de los tiempos.

Las extremas derechas ya no creen en el futuro.
No prometen nada.
Solo administran un presente violento y bunkerizado.


Los ricos construyen refugios, ciudades corporativas, colonias espaciales.
Los pobres sobreviven día a día.
Ambos polos comparten la misma matriz temporal:
un presente absoluto que se devora el mañana.

Allí nace el autoritarismo contemporáneo:
cuando no hay futuro, la política se reduce al sadismo y al espectáculo del castigo.

Frente a esto, el desafío no es volver al pasado, ni esperar milagros:
es reconstruir la idea misma de futuro como bien común, condición de toda vida compartida.

Un mundo sin mañana se vuelve ingobernable democráticamente.
Por eso defender el futuro —aunque sea mínimo, frágil, incierto— es hoy un acto profundamente
político.

El tiempo roto


El tiempo roto

  1. El fin del mundo ya no es un suceso:
    es un clima.

  2. Freud vio en el Weltuntergang una fantasía libidinal.
    Hoy esa fantasía consiguió presupuesto, ingenieros y algoritmos.
    Se volvió productiva.

  3. Antes preguntábamos:
    ¿Qué harías si el mundo terminara la semana que viene?
    Ahora vivimos como si la semana que viene fuera ayer.

  4. La catástrofe dejó de ser un futuro temido.
    Es un presente sin después.

  5. No es inmediatez hedonista:
    es el presente absoluto, un tiempo tapiado por dentro.

  6. Naomi Klein lo nombra sin rodeos:
    el fascismo del fin de los tiempos.
    Un fascismo sin mañana, sin promesa, sin imperio.
    Solo ahora.
    Solo sádica administración del ahora.

  7. Los ricos excavan búnkeres.
    Los pobres excavan el día.
    Ambos respiran la misma atmósfera:
    un mundo que se piensa perdido.

  8. Cuando el futuro desaparece,
    el poder se vuelve un espectáculo de castigo.
    No gobierna: castiga para existir.

  9. La ilusión de un mañana es hoy subversiva.
    La esperanza —ese afecto debilitado— vuelve a ser
    una posición política.

  10. El enemigo no es la catástrofe,
    sino el tiempo sin salida en el que nos disciplinan.

  11. Resistir es abrir un pliegue temporal:
    reinstalar un después donde nos dicen que no hay nada.

  12. Mientras haya tiempo, aunque sea ínfimo,
    la historia no está concluida.
    El presente absoluto aún puede romperse
    como se rompe una superficie
    para dejar pasar la luz.

2025/11/13

Sobre Narcisismo

 


Cuando nos referimos al término narcisismo, nos inclinamos más a tildarlo como un atributo o cualidad que a concebirlo como sustantivo. De esta forma lo colocamos más en un sitio subjetivo, de mala aprehensión de la realidad, que como matriz o estructura constitutiva del sujeto humano.

No entraremos aquí en la trama presente en el mito griego que de forma simultánea posee otras implicancias de gran interés, como la presencia de la ninfa Eco. Sólo nos interesa en el mito el momento en que el personaje queda atrapado en la imagen que le devuelve el agua del estanque. La belleza de Narciso y el rechazo a las mujeres que se le acercaban, no dejan de ser eslabones narrativos para presentar la escena del estanque. La mirada que devuelve la superficie inmóvil acuática se transformará así en un dispositivo espacial que se aísla del conjunto, y que encapsula la mirada de Narciso. A partir de ahí no podrá salir nunca de ese pequeño universo. De Eco sólo podrá escuchar su voz.

Todo universo por más pequeño que sea siempre será infinito. Eso es una trampa estructural.

Para entender la inmovilidad de Narciso ante la imagen acuática, ya no es necesario considerarlo bello y es por eso que el mito nos muestra así una matriz en la que cualquier humano queda siempre atrapado. Es reconocerse en una percepción exterior, en una duplicación de nuestra autopercepción.

El espejo —o el estanque del mito— no es un simple reflejo, sino un dispositivo topológico que corta un fragmento del mundo y lo vuelve infinito.

Esa operación no depende de la belleza de Narciso ni del contenido de la imagen: depende del corte. Cuando un fragmento del mundo se desprende del continuo perceptivo y se organiza como unidad autosuficiente, nace el espacio del Yo. Esa infinitud no es cuantitativa: es estructural. Un pequeño recorte deviene absoluto porque, al cerrarse sobre sí, no ofrece exterior: es todo para el sujeto que queda capturado allí.

El narcisismo, así entendido, no es identificarse con una imagen; es quedar atrapado en la infinitud producida por el corte perceptivo que aísla una figura del resto del mundo. Esto vuelve al narcisismo una estructura anterior a cualquier contenido: no importa qué se vea, sino que algo se vea como unidad.

En los animales, el perceptum organiza la presencia: viven en la inmediatez del mundo, atrapados en la forma que emerge del estímulo. Esa captura no duplica nada: es presencia pura, continuidad sensorial sin escena.

En los humanos, en cambio, el perceptum se duplica. La presencia no se vive directamente: se representa. La matriz narcisista introduce una segunda faz donde el viviente se ve a sí mismo desde afuera, como figura, como imagen, como unidad. Lo que en el animal es simple captura perceptiva, en el humano deviene corte topológico que produce un “sí mismo” representado.

Mientras que el animal queda dentro de la forma que percibe; el humano queda fuera de sí al verse como forma.

2025/11/12

Freud, Lacan y el Yo adaptado

 


Freud, Lacan y el Yo adaptado

El llamado “Retorno a Freud” que Lacan emprende en la década del cincuenta no fue un gesto arqueológico, sino una operación teórica de restitución. Lo que debía ser restituido era el estatuto del inconsciente frente a su degradación adaptativa en la Ego Psychology. La escuela americana —Hartmann, Kris, Loewenstein— pretendió transformar la experiencia freudiana en una psicología del equilibrio, donde el Yo se constituye como instancia autónoma, capaz de mediar entre las demandas pulsionales y las exigencias del mundo. Esa torsión doctrinal no fue inocente: tradujo la clínica en moral, el conflicto en desajuste, y el deseo en desadaptación.

Lacan advirtió que el Yo nunca puede ser el lugar de la verdad del sujeto. Su lectura de la fórmula freudiana Wo Es war, soll Ich werden restituye el movimiento del advenimiento: “Donde Ello es, el Yo debe advenir”, no como conquista ni desplazamiento, sino como pasaje, torsión o transducción del Ello en palabra. La lectura americana, en cambio, reifica las instancias —Yo, Ello, Superyó— como entidades separables, borrando la simultaneidad que Freud había dispuesto entre las dos tópicas. Allí donde Freud buscaba formalizar una experiencia, la Ego Psychology instituye una ontología de compartimientos estancos.

El Yo adaptado se convierte así en la figura clínica de la ideología liberal: un sujeto que debe fortalecerse para sobrevivir, triunfar y dominar. La transferencia, que en Freud y Lacan implica la co-producción del inconsciente, se disuelve en una relación de entrenamiento moral. El analista ocupa el lugar del Superyó: orienta, refuerza, corrige. De la experiencia de la palabra se pasa al coaching del éxito. En ese tránsito, el inconsciente deja de ser un proceso de escritura compartida para volverse una disfunción corregible.

Freud nunca concibió el psiquismo como aparato individual. El inconsciente freudiano es una superficie de doble faz, un campo de intersección —como la banda de Moebius— donde lo psíquico y lo biológico, lo imaginario y lo simbólico, se implican mutuamente. Definir la pulsión como “concepto límite entre lo somático y lo psíquico” fue su forma de impedir toda recaída dualista. La pulsión no es fuerza natural reprimida: es inscripción simbólica en el cuerpo. Por eso la clínica no trata de fortalecer un Yo, sino de atravesar el fantasma, ese montaje donde se anudan las huellas pulsionales y las formas del deseo.

El legado del Freud de Lacan consiste en reponer la topología del campo analítico: las dos tópicas, el analista incluido, forman un solo dispositivo. No hay inconsciente sin transferencia, ni cuerpo sin lenguaje. La Ego Psychology, en cambio, eleva el Yo a entidad autárquica, rompiendo la continuidad entre lo biológico y lo simbólico. Su error teórico reproduce el error ideológico del capitalismo tardío: convertir la vida en gestión.


La orden hipnótica del consumo


En
El hombre del piso 99, James G. Ballard narra la historia de Forbis, un hombre insignificante que, sin saber por qué, repite el mismo ritual: subir hasta el piso 99 de los rascacielos de la ciudad y quedar paralizado a pocos metros del tejado.

Una orden hipnótica —“Suba al piso 100 y…”— lo domina desde el interior, y una contraorden médica (“Deténgase en el 99”) no logra sino agravar el bucle.
El hombre no vive: ejecuta una instrucción.

El mandato que gobierna a Forbis no es muy distinto del que sostiene a la sociedad contemporánea.

El capitalismo ha convertido la vida en un sistema hipnótico: cada sujeto lleva inscrito un input invisible —“goza, sube, mejora, alcanza el siguiente nivel”—.
La diferencia con el caso clínico es sólo de escala:
la misma red pulsional que en Forbis produce vértigo y repetición, en nosotros se traduce en deseo, ansiedad y consumo.

El capital no necesita persuadir, sólo mantener excitado el circuito nervioso.
Su poder reside en sostener la tensión entre el piso 99 y el 100: el umbral donde la descarga nunca llega y el impulso se recicla.
Cada compra, cada clic, cada desplazamiento en la pantalla repite el gesto de Forbis: subir un escalón más en una escalera sin cima.

El resultado es una economía del acting out:
el deseo convertido en ejecución automática.
El sujeto ya no habla ni imagina; actúa su deseo como un comando, descarga su energía en los objetos que el sistema le ofrece como espejos.
La conciencia, como en Forbis, llega tarde: lo que llamamos “decisión” es sólo el eco de una orden ya cumplida.

El capitalismo es así una hipnosis de la excitación: una organización técnica de la pulsión que hace de la insatisfacción su principio vital.
El cuerpo humano —nervioso, dopamínico, ansioso— es el nuevo soporte del valor.
No hay afuera de esa red, como no lo hay para Forbis: el sistema de órdenes y contraórdenes constituye la arquitectura misma de la experiencia.

2025/11/07

El archivero Lindhorst (cameo y curaduría)

 

Dedicado a Fernándo San Andrés

Toda adolescencia, si tiene suerte, conoce a su archivero: alguien que no sermonea ni enseña contenidos, sino que abre pasajes. A ese alguien —para hablar con cuidado y sin nombres propios— prefiero llamarlo Lindhorst, como el del Der goldne Topf de E. T. A. Hoffmann.

En Hoffmann, Lindhorst es “archivero” sólo de fachada. Detrás de la mesa, las plumas y los legajos, vibra otra cosa: un guardián de puertas. Es salamandra, es magia fría, es conservador de un archivo que no guarda lo viejo sino lo que todavía no llegó. Su archivo no es un depósito, es una bisagra: manuscritos que de pronto son selva, tinteros que son portales, un escritorio que es umbral. Curar, para él, no es clasificar: es poner las cosas en la posición exacta para que relampagueen.

Ese Lindhorst —el literario— se nos coló adolescente por caminos que entonces no tenían internet. Aparecía con un libro, un disco, una película, y la habitación cambiaba de tamaño. Decía Hesse, y la conversación viraba de la escuela a la mística. Decía El retorno de los brujos, y lo oculto se mezclaba con la ciencia. Decía ciencia ficción, y el porvenir entraba por la ventana como aire. No argumentaba: curaba. Era un curador de atmósferas.

Y un día trajo BergmanVargtimmen. La hora del lobo. Esa película no la “vimos”: se nos hizo. Hoy me gusta pensar —licencia poética, pero verdadera en su efecto— que Bergman no puso un actor más en ese film: invitó al propio Lindhorst de Hoffmann a entrar en el elenco. No como personaje nombrado, sino como tono: esa figura que, sin aparecer, acomoda los objetos en la escena para que el mundo visible se agriete y deje pasar lo que estaba del otro lado.

Mirá la lógica: Vargtimmen no explica; dispone. Cambia la luz de una habitación, gira apenas una silla, deja un silencio más largo de lo debido, y de pronto el día cae en un pozo. Eso hace un archivero verdaderocura la posición de las cosas. No produce contenidos: afina la distancia entre ellas para que lo real se filtre. En Bergman, esa curaduría es exacta; en Hoffmann, es encantamiento administrativo. En nuestra adolescencia, fue un amigo con discos, libros y entradas del cine club.